Unos pasos quiebran la muda melodía y avanzan solitarios entre las luces del amanecer. Los ojos temblorosos se alzan hacia la catedral, construída de pura poesía. No le era difícil imaginar entre aquellos versos, a una princesa medieval, asomada a las ventanas. Alli, respirando la nostalgia que impregnaba cada ladrillo de aquella ciudad maldita, esperando algo que nunca llegaría, mirando cada hora pasar claustrofóbicamente en el reloj de la plaza, cuyos complicados mecanismos fluían con perfecta sincronía.
El hombre baja la mirada, con lágrimas en los ojos. Quizá fuera él a quien ella esperaba, quizá había llegado demasiado tarde. Dejó que la angustia la devorase y que los años la consumiesen sola, esperando, mientras el viento le susurraba al oído que él nunca llegaría.
Vuelve el rostro y, tras respirar profundo, sus pies reanudan la marcha silenciosa y acelerada. Las lágrimas se mezclan con el agua de rocío, que cubre las adoquinadas calles. Los muros de la plaza contemplan impasibles la huída del viajero y, de nuevo, las campanas de la iglesia resuenan en todas las esquinas, volviendo a su eterna canción.